jueves, 7 de noviembre de 2013

Balleneras, Capítulo 1



 
Balleneras


Por
 
German Núñez López



1


María, la esposa del Jorge el Arponero, lloraba desconsolada después de escuchar las palabras de su marido. Mientras, la hija pequeña de ambos, sentada sobre la paja amontonada en un rincón de la choza, miraba a su padre con los ojos como platos sin entender que pasaba. ¿Por qué su padre hacia llorar a su madre? Nunca antes habían discutido, ni cuando volvía del mar sin ningún pez, o las veces que subía borracho desde la aldea. Cualquier cosa que hubiera hecho debía ser terrible. Su hermana mayor, de pie a su lado, mantenía clavados unos ojos indignados en el hombre. Ella si entendía lo que pasaba, lo sabía todo. Su padre se había portado muy muy mal, no cabía duda. Entretanto Jorge seguía allí de pie, con los brazos caídos, y aire desconcertado y cansado. Vestía la típica ropa de pescador, camisa y calzones de tela de saco, un chaleco oscuro de piel pobre, una caperuza mugrienta dispuesta a modo de capucha, y unas botas mal cosidas, impermeabilizadas con grasa de ballena. Eran su bien más preciado después de su arpón, que yacía inerte en el suelo junto al saco, del que asomaba un único pez. La niña contempló las escamas brillantes, tornasoladas a la luz de la tenue fogata. Esta vez era bastante grande. ¿No deberían estar dando saltos de alegría?

Todo empezó poco antes de caer el sol, cuando Jorge el Arponero pescaba solo en su barca sin caer en la cuenta que ya estaba casi en alta mar. Agarraba el arpón con el puño cerrado y el brazo en alto, concentrado en el agua, esperando. Llevaba horas así, pero la bolsa seguía vacía a sus pies. Cerró los ojos tras confundir una ola espumosa con el lomo de un gran pescado, entonces se dio cuenta que las articulaciones le dolían de tanto cargar inútilmente con el arpón. Lo clavó en el agua a ciegas, esperando un golpe de suerte, sin éxito. Al alzar la vista descubrió que estaba a punto de perder de vista la costa. Tocaba volver, antes de que lo alcanzara la noche. Se sentó, puso las manos sobre los remos, pero se detuvo indeciso. El sol todavía no estaba demasiado bajo… Negó con la cabeza. No valía la pena engañarse. No había pesca. De pronto no supo qué hacer, si volver con las manos vacías, o… ¿Qué?

Entonces le dio por empezar a pensar sobre su situación en el mundo.

Tras cavilar un rato se dio cuenta de que había visto muy poco mundo.

La mayor aventura de su vida fue la vez que caminó hasta Kainechester con quince años, dispuesto a convertirse en hombre junto con los demás zagales de su edad. Con lo que no contaron fue que las putas de la ciudad no eran esas sucias mujeres que se acuestan con cualquiera, eran mujeres que se acostaban solo con quien las pudiera pagar y cubiertas con las ropas más limpias que habían visto en su vida. Se rieron de ellos, y de sus tres moneditas de vellón. Su mayor tesoro no era aceptado ni en los arrabales del puerto. Pero valió la pena, pues pudieron ver una ciudad de verdad, con sus altas murallas, sus empinados tejados de pizarra azulada, y su gran puerto, de muelles sólidos y barcos inmensos, algunos tan grandes como toda su aldea junta. Kainechester era uno de los mayores puertos del Imperio, y capital del ducado de Kaine. Sin embargo apenas estaba a seis días a pie de su mísera aldea sin nombre.

Recordaba la vista del palacio ducal desde la Colina del Saludo al atardecer, rodeado por las grúas de tambor del malecón, como si de una extraña guardia de honor se tratase. Aquel le pareció el momento más feliz de su vida. Luego regresó a la aldea, donde las caminatas más largas eran hasta el torreón del condado los días de mercado. Al año siguiente, tal como habían acordado sus familias, se casó con una mujer cuatro años más joven que él: María. Por suerte ambos se habían llevado bien desde niños, que remedio, y cuando María creció como una hermosa y saludable joven, Jorge perdió todo interés en volver a la ciudad.

Pero María le dijo que no lo iba a dejar yacer con ella mientras no tuviera su propia barca. Su padre había decidido por ella, pero ella había decidido eso, y no iba a cambiar de idea. Jorge no se amilanó. Desde siempre había sido bueno con el arpón, donde ponía el ojo aparecía un pez ensartado, podría ganar lo bastante para comprar una buena barca. Pero al morir su padre tan útil herramienta la heredó su hermano mayor Julián, el primogénito. Jorge necesitaba la suya en primer lugar. Así que a partir de la noche de bodas dedicó todos sus esfuerzos a conseguir monedas. Se pasaba el día lanzando la red en la pequeña ría del arroyo gris y cada semana se iba con la bolsa llena hasta el mercado, donde vendía la mayor parte de lo conseguido. Estuvo así varias temporadas, ahorrando hasta poder comprar su arpón. Una herramienta de excelente calidad, la hoja era de acero templado del Señorío, con la punta en forma de doble aleta de tiburón y el mango labrado en hueso de ballena. Pronto fue la envidia de toda la aldea y los alrededores, pero lo mejor fue que María recibió el regalo con una gran sonrisa... Olvidando al punto que lo que quería era una barca bautizada con su nombre. Cumplida su parte del trato, la primera hija de Jorge nació diez meses después.

Pero aquella felicidad duró poco, pues el mundo empezó a cambiar.

La vida en el Imperio se volvió cada vez era más complicada y corta… Sequias, malas cosechas, hambrunas, incendios, revueltas en el sur, guerras intestinas en el este, subidas de impuestos, continuos rumores de pestes, y un emperador idiota incapaz de plantar cara a sus acreedores elfos, enanos y hasta orcos. Las noticias que llegaban a la aldea no habían hecho más que empeorar temporada tras temporada, hasta contar ya doce o trece. Sin embargo en el norte, en el ducado de Kaine, todavía se podía decir que reinaba la calma. La vieja duquesa se las había arreglado para mantener en pie las finanzas de su casa y conseguir que su hijo, el actual duque, tuviese abiertas todas las puertas de Ventoburgo, empezando por las de la alcoba de la propia emperatriz. Gracias a lo cual la casa de Kaine se ahorraba sus aportaciones al tesoro imperial y había recibido el privilegio de acuñar su propia moneda. Aun así en Kainechester nunca antes los dineros habían valido tan poco.

Jorge apartó las manos de los remos y hurgó en su talego, en busca de la cena. En los viejos tiempos con un guerrero de vellón se podía comprar toda una barra de pan caliente y hasta algo de miel para acompañarla. Cuando la hija mayor de Jorge se convirtió en mujer, al cumplir doce años, ya no daba ni para medio mendrugo negruzco y mohoso. Jorge lo mordió, temiendo lastimarse un diente. Al menos él tenía un poco de pescado seco para acompañarlo. Recordaba muy bien cómo mientras ahorraba para su arpón por un pez pagaban hasta un guerrero de cobre, ahora podían darle tres fácilmente, pero valían la doceava parte o menos. Tras dos bocados Jorge guardó la triste comida, quedándose con hambre.

Las calamidades ya habían alcanzado el norte. En los campos del interior los niños morían de hambre y las aldeas se deshabitaban. Decían que junto al mar siempre había peces, pero a orillas de la bahía de la Raja hacía tiempo que eso ya no era así. Muchos pescadores acudían a las llamadas de recluta de las guerras sureñas cansados de regresar jornada tras jornada con las redes vacías. No había peces, era un hecho, y sobre los motivos Jorge había escuchado las más variopintas explicaciones. Unos decían que los enanos barbados del Labio Menor acaparaban todo el pescado, expulsando a los imperiales de los mejores caladeros a base de tridentazos en el culo; otros aseguraban que las brujas del Señorío estaban envenenando los ríos que desembocaban en la bahía al lavar su sangre lunar aguas arriba…; otros menos sutiles hablaban directamente de sortilegios y venganzas ancestrales.

Esas habladurías eran moneda común en el mercado e incluso en la misma aldea, traídas por algún estúpido romancero de paso, pero como pescador, Jorge tenía la verdad delante de sus narices. Antes que las sequias alcanzasen el norte, cuando los campesinos se dedicaban a cultivar la tierra en lugar de pretender ser pescadores, había peces de sobra. Los pobres ignorantes, desesperados por llevarse algo a la boca o tener algo para vender, habían esquilmado los caladeros costeros en menos de cinco temporadas. Para pescar algo había que alejarse cada vez más, alcanzando aguas demasiado bravas para las quebradizas barquitas aldeanas. Muchos pescadores, nuevos y viejos, se habían ahogado, y solo los más ricos podían aspirar a montar una vela, conseguir una chalupa señorial, o comprar un barco largo.

Jorge empezó a bogar con rabia. Ahora todos pasaban hambre, pero eso no era lo peor. Muchos viejos pescadores se caían de la barca sin saber cómo o se desvanecían en sus camas una noche, y a la mañana siguiente sus llorosos hijos y nietos se consolaban unos a otros diciendo que al menos ahora tenían una boca menos que alimentar. En la pequeña aldea salpicada sobre el acantilado ya habían desaparecido tres ancianos de esa manera.

La bahía se estrechaba a su alrededor, transformándose poco a poco en la ría rodeada de colinas donde desaguaba el arroyo gris. Una vez, en el mercado, vio un mapa. Mirando a babor, al este, invisible en la distancia, estaba Kainechester, cuyo camino principal pasaba junto al torreón del mercado. Por estribor, subiendo hacia el noroeste, crecía la península del Labio Mayor, tierra del Señorío... Jorge suspiró sombrío. A proa, empequeñecidas por las muchas leguas de distancia, ya se podían ver las cumbres nevadas del Espinazo. Conforme se acercaba fueron cubriendo casi todo el horizonte, desde el sureste al noroeste, doblándose para dar forma a la península. El ducado de Kaine estaba rodeado de Señorío por tres lados.

Natural que culpasen a esas mujeres de la hambruna.

El Gran Ducado del Señorío era el más grande y rico del Imperio, sus bosques daban las mejores maderas, sus montañas estaban preñadas de hierro, oro y plata, sus costas interiores dominaban la mitad de la bahía, las exteriores, por el oeste, daban al Océano Infinito. Nunca les faltaba pescado, ni focas, ni moluscos, ni ballenas, sus puertos tenían los mejores barcos para navegar por alta mar. La flota anual partía cada año desde Osablanca, la ciudad foral más rica del Imperio, y recorría los puertos élficos y el delta del Látigo, llegando muchas temporadas hasta el lejano Cipango, tierra de maravillas. Regresando con pieles de reptil, perlas negras, diamantes rojos, libros de mapas, pájaros de plumas imposibles, y las armas más extrañas. Todo eso se lo oía decir a cada romancero y buhonero que pasaba bajo el torreón los días de mercado. En el Señorío las monedas eran de verdad y valían lo que tenían que valer.

En cambio él, volvía a casa con una bolsa vacía.

Sentir rabia y odio era lo natural, desde el aldeano más pobre hasta la misma anciana duquesa despreciaban tamaña injusticia. Toda esa riqueza cuando el resto del Imperio se caía a pedazos solo podía tener un origen antinatural, oscuro, como el mismo Señorío. Antes o después habría otra guerra… Pero Jorge sabía que esa no era toda la verdad. Era mejor creer en sortilegios que en la verdad. En la aldea todos sabían que había sido de los viejos, pero nadie hablaba. Jorge temía que cualquier día alguno de aquellos zagales que lo acompañaron hasta Kainechester en su juventud le haría la proposición. Cuando eso sucediera no podría negarse a ayudar a tirar un pesado fardo por el acantilado, hubiera algo agitándose dentro o no. Después de todo eran pescadores que tenían que alimentar a sus familias, como él mismo. Jorge bogó con aun más furia, la idea lo aterraba. No había entrado en la ermita del culto desde el día de su boda, pero cualquier ley divina o humana lo condenaría por algo así. Nunca podría volver a mirar a María a la cara después, dejaría de ser un hombre. Sintió ganas de vomitar el pobre contenido de sus tripas, pero tragó fuerte para impedirlo.

Ya casi en la orilla soltó los remos, que cayeron dentro de la barca con un golpeteo fúnebre. Atardecía y dejó que las olas lo meciesen. El silencio a la hora que regresaban los maridos era sepulcral, sobre todo cuando las barcas llegaban vacías... Jorge empezó a llorar.

De pronto, a través del paño de lágrimas, vio como el Viejo del Muelle llegaba corriendo hasta la orilla, agitando los brazos como un poseso. Alzo sus pobladas cejas extrañado. Tragó fuerte, se enjugó los ojos con el dorso del antebrazo y cogió de nuevo los remos.

Mientras tiraba de la barca, dejando un surco sobre la grava de la playa, el anciano llego rápido a su lado. No dejaba de moverse atrás y adelante haciendo aspavientos arriba y abajo con los huesudos brazos desnudos, esforzándose por decir algo que no le salía. Jorge avanzó hacia él arpón al hombro. Después de observarlo un instante, detuvo los brazos colocando la punta del arpón sobre una de las muñecas del Viejo.

―¿Qué ocurre? ―Preguntó inquieto― Dímelo.

―La…, arf, hayjjj…, uf, veras, err…, not, nooo, not…

―¿Noticias? A ver, cálmate... ¿Quién se ha muerto esta vez?

El Viejo desorbitó los ojos, que parecieron irse a caer sobre sus canosas greñas. Después de lo cual llenó sus pulmones de aire tres veces, y al fin logro serenarse.

―Noticias, han llegado noticias del Señorío.

―¿El Señorío? ¿Guerra?

―No, trabajo... Están reclutando hombres para la campaña, con experiencia marinera, fuertes, buenos pescadores, que cumplan la ley y…

―¿Campaña? No has dicho que no hay guerra.

―La campaña de caza de ballena, las brujas la anuncian buena, necesitan hombres.

Jorge alzó las cejas hasta casi rozar su incipiente calva, y abrió la boca sorprendido.

―Ah, claro ―dijo al rato―, ¿pero no empieza pasado el verano?

―Sí, sí, pero ya sabes, la ley, la ley…

―Claro, muy bien, la ley. ¿Pero a nosotros que más nos da? Que se busquen la vida, ya tienen sus brujerías, ¿no es lo que dices siempre? ¿A mí que me…?

El Viejo hinchó los ojos enormemente, en un incrédulo bufido ocular.

Jorge notó la textura labrada del mango del arpón sobre la palma de su mano, el peso del arma, el frio metal junto a su oreja. Un instrumento único y codiciado, pues no solo el parricidio acechaba por las noches, también el robo. Solía dormir con el arpón bajo el jergón, y algunas noches lo mantenía atado a su muñeca con un cordel. El otro extremo quedaba anudado a la argolla que asomaba por el final del mango. También de acero, y que no estaba para decorar, sino para ser usada en la pesca mayor. De pronto se sintió estúpido.

En el momento que el último rayo de sol desaparecía en dirección a Kainechester, una luz dorada iluminó sus entendederas. Sonrió como hacía años que no hacía. El Viejo afirmó con la cabeza, agitándose adelante y atrás de nuevo, en un extraño baile. Jorge se volvió al noroeste, fijando la vista en el punto del horizonte donde suponía estaba el puerto de Osablanca.

Sabía que su decisión estaba tomada. Las doñas del Señorío vivían del comercio y nunca les faltaba el metal. Al contrario que los guerreros acuñados en Kainechester o Ventoburgo sus águilas eran de auténtica plata, y la plata de verdad nunca perdía su valor. Nada de pagarés pintarrajeados en un trozo de trapo o soldadas cobradas en monedas de latón: en el Señorío recibiría un sueldo con garantías. Era mucho más de lo que podría conseguir en el Imperio sin arriesgar la vida… o al menos no demasiado. Nunca había cazado ballenas, sabía que era peligroso, pero ya no iba a cambiar de idea. Aunque… Necesitaba saber más.

El Viejo del Muelle le dio un empellón en el brazo.

―Vamos, están todos reunidos, ellos te lo contaran todo mejor. Vamos, en el almacén…

Jorge siguió al anciano saltarín. Ellos… Era obvio que no iba a ser el único hombre de la aldea dispuesto a embarcarse en esa locura, porque a cada momento se daba cuenta que era un locura. Tragó saliva al pensar en María, no se lo iba a tomar nada bien, y no por temor a que se lo tragara una ballena... Si muchos hombres de la aldea partían, quizá ella insistiría en que se quedase. Con cada paso una nueva duda surgía. Sin embargo cuando se sentó sobre uno de los barriles de almacén se encontró una situación muy diferente a la esperada.

En ese momento su hermano mayor, Julián, llevaba la voz cantante, abriendo los brazos de par en par alrededor de su enorme cuerpo, notablemente adelgazado por el hambre.

―Ninguno de nosotros debe acudir a esa llamada ―sentenció―, esas mujeres mantienen los pasos cerrados según su ley. Nunca nos han ayudado, así que nosotros tampoco debemos ayudarlas. He dicho.

―Tiene razón, esas putas ya tienen su oro, que compren hombres en otro sitio.

Añadió su primo, al tiempo que derramaba un puñado de grandes peces sobre un banco de trabajo. Julián poseía el barco más grande de la aldea, y se notaba. Al oírlo, otro hombre, con los huesos del cráneo marcando su rostro y los dientes mellados, pegó un zapatazo contra el suelo, rojo de ira.

―¡Tú estás loco, Remos! Necesitamos oro más que nunca… ¡Oro! ―Se revolvió hacia el fondo de la estancia― Tú, el romancero, tú has visto el bando, lo has oído leer, decían que pagaban con oro. Lo necesitamos. Necesitamos dar de comer a nuestras mujeres y niños, no volveremos a tener otra oportunidad así. ¡Tú Julián! Deberías ir, y tú hermano Jorge también.

En ese momento Julián reparó en la presencia de su hermano. Lo saludó con un gesto y adivinó su decisión. Su cara reflejó autoritaria inquietud. Jorge se encogió de hombros.

Entretanto de la penumbra había surgido un desconocido. Llevaba el vistoso atuendo de un romancero itinerante, y era medio elfo, como atestiguaba la forma de sus orejas y nariz, y el incómodo azul platino de sus ojos. "El típico personaje que hay que mantener alejado de las mujeres" pensó divertido Jorge.

El romancero saludó alzando levemente su sombrero de ala ancha antes de hablar.

―Yo no escuché la palabra oro ―recordó con su voz de barítono―, solo que estaría bien pagado, según la costumbre, y de acuerdo a la ley del Señorío…, que debe ser respetada por ambas partes. La Hermana hizo bastante hincapié en eso.

Jorge alzó un poco una ceja, si la Hermandad estaba envuelta, la cosa iba en serio.

―Lo ves, idiota, nada de oro ―insistió Remos.

―Nos pagaran un jornal según las leyes del Señorío ¿Sabes lo que eso significa? Águilas al contado. ¡Quién es el idiota aquí! ¿Eh?

―Si piensas que te van a dar Águilas de plata solo por pescar, creo que tú.

―Hablamos de la pesca de la ballena, ¿cuántas ballenas has visto en tu vida?

―¡Y que importa eso! ―Estalló el tío de Julián, un tipo bronco, alto y de rostro enjuto, apenas cubierto con una barba rala―. Esas brujas solo se preocupan de las leyes cuando les interesa. ¿Por qué deberíamos respetarlas después de cómo nos tratan? ¡Esas mujeres primero corrompen el agua para matarnos de hambre, y ahora quieren hacernos sus esclavos!

―Sí, están sucias, son unas putas sucias y perversas, no pienso ir ni loco.

Dijo con voz atiplada un hombrecillo de ojos saltones, con la cabeza malamente rapada.

―Lo que pasa es que tienes miedo que te transformen en mujer, Pececito ―dijo el primo de Julián, con un deje de desprecio en la voz.

―¡No me llames Pececito, te lo he dicho…!

―Dejadlo ya ―atajó Julián, pero el hombrecillo ya solo se escuchaba a sí mismo.

―¡No soy Pececito! Esas mujeres están haciendo hembras a todos los peces de la bahía.

―¿Y cómo lo sabes, Pececito? ―se burló Remos, al tiempo que iba cortando las aletas de sus peces con un gran cuchillo de punta afilada.

―Lo sé, todo el mundo lo sabe, encantan el agua con sortilegios y hechizos.

―¿Y porque iban a hacer eso? ―Le preguntó Julián al aire, con gesto aburrido— Mi tío se equivoca. Ya tienen esclavos en el sur, en los valles del Espinazo y el Sacro, y además...

―¿Cómo que por qué? Esas brujas odian a los hombres y nuestras tierras están llenas de ellos.

―Pues entonces puedes estar tranquilo, Pececito ―dijo Remos con sonrisita cruel— Nunca has sido uno de ellos.

Hubo una nerviosa carcajada general, a la que se unió Jorge de buen grado. Nunca había creído semejantes patrañas, era difícil hacerlo cuando la mitad de los pocos peces que recogía eran machos. Pero los romanceros del interior seguían repitiendo las mismas sandeces ante cualquier crédulo que los quisiera escuchar. Tanto lo repetían y con tan buenas palabras que incluso los propios pescadores lo habían llegado a creer.

―No necesitan más esclavos, ya tienen sus golem ―les recordó Julián al fin, y un ominoso silencio llenó el lugar.

Una sombra de temor cruzó el semblante del hombre calavérico, que se apagó contrito, sentándose en el suelo. Todo el mundo sabía de los golem del Señorío, las calles de Osablanca hervían de ellos, había uno casi en cada puerta, y en Kainechester se los podía ver deambular sobre las cubiertas de las naves del Gran Ducado. Seres monstruosos creados de la materia inerte para trabajar como esclavos y bestias de carga. La mejor prueba de que en el Señorío debía haber brujas, sabias en alquimia o ciencias peores.

―A mí no me preocupa nada de todo eso.

Afirmó Jorge en alta voz atrayendo la atención general.

―Nunca he visto una bruja ―prosiguió―, y si las hay, ¿qué? Los caminos del Imperio están llenos de pequeños brujos, a ti Remos, te afilaron esa hoja en el mercado hace una luna.

Remos observó su cuchillo con un mal gesto y lo puso sobre el banco donde trabajaba.

―Si…, si pueden crear un golem, también pueden encantar el agua ―insistió Pececito con voz más segura.

―¿El agua? ―sonrió Jorge escéptico.

Avanzó hasta el banco, donde contempló los lustrosos pescados, de un tamaño que solo se podían encontrar mar adentro.

―Veo que hoy habéis tenido suerte.

Remos lo miró de reojo, mosca.

Sabiendo que había captado la atención general Jorge cogió el más grande de los peces y lo alzó, mostrándolo al auditorio.

El Viejo del Muelle había dejado de dar saltitos.

—Los ríos bajan de sus montañas —dijo muy serio, adivinando lo que se proponía hacer Jorge—. Esas tierras están malditas desde hace mil años, el Señorío no sería el Señorío si no fuera así. Es imposible que el agua que nace de ellas baje sana... ¿Sonríes? No creas en sortilegios si no quieres, pero yo creo en la verdad.

Jorge desplegó la aleta caudal que demostraba la masculinidad del pez delante de su nariz, pero el viejecillo ni se inmutó, mirándolo fijamente a los ojos.

—Jorge, siempre te dejas llevar por lo primero que ves, pero muchas verdades de la vida no las ves. Cuando eras pequeño en empeñaste en que el agua del mar se podía beber como la del arroyo y te pusiste enfermo, recuérdalo.

Jorge recorrió con el dedo el vientre abultado por las huevas de un pez hembra.

—Ay, Jorge, Jorge, siempre has sido un simple. Si un pez deja de engendrar ya es como si fuera una mujer, así los envenenan, ese es su sortilegio. ¡Esos huevos no están fecundados!

Jorge dejó caer el pesado animal sobre el banco de nuevo, con semblante serio. Tiro de él para llevárselo colgando y volvió a su lugar, aceptando la derrota. Debía callar, pues no podía bucear hasta el fondo del mar para comprobar si de cada huevo salía un pececillo.

Se apoyó en el barril con un bufido. Pero por más que dudase no iba a cambiar de idea. No quería pasar por la tesitura de tener que decidir entre saber demasiado de la súbita desaparición del Viejo del Muelle y la vida de sus hijas. Estaba harto de contar las costillas de su mujer cada vez que se acostaba con ella. Decidido. Viajaría al Señorío dispuesto a aceptar cualquier trabajo que la Hermandad ofreciese, aunque la paga fuera mala siempre sería mejor que nada. Había acudido a la reunión para averiguar cuántos hombres pensaban acompañarlo antes de regresar a su casa y decírselo a su mujer. No podía creer lo que oía.

Alzó la vista y vio como el romancero mestizo lo saludaba doblando ligeramente el ala de su sombrero, cosido y recosido de abalorios y botones de color, entre los que destacaba la cinta de cabello de alguna dama. Fuera del almacén las madres y esposas de todos trajinaban con las redes escuchando cada palabra. Ellas también tenían su propia colección de miedos y rumores sobre las mujeres del Señorío. "Decírselo a su mujer…" ¿Cómo se lo tomaría?

―¿Es que os da miedo entrar en una tierra donde solo viven mujeres? ―dijo de pronto.

―¿Qué dices? ¿Estás loco? ―exclamó su tío.

―No son simples mujeres, son brujas ―afirmó Pececito.

―No todas ―repuso Jorge―, en la Hermandad hay damas y guerreras, ricas mujeres y doñas en Osablanca, y también campesinas, y pescadoras como nosotros…

―No son como nosotros, son mujeres.

―¡Y brujas!

Jorge se encogió de hombros. Que pensaran lo que quisieran.

El medio elfo intervino de nuevo.

―Pues yo he viajado por el Señorío y sus caminos también están llenos de hombres.

―Mercenarios, y romanceros como tú ―dijo Julián―. Solo entran los hombres que invita la Gran Duquesa.

―Los que manda su ley.

Hubo risas burlonas.

―¿Su ley? Ja ―se burló Remos― Todo el mundo sabe para qué viajan tantos hombres al Señorío, tu romancero, lo cantas en todas tus canciones de amoríos.

―¿Amoríos? De folleteo y jodienda diría yo más bien ―dijo alguien.

―¿Cómo podría ser de otro modo? Sin burdeles a estas alturas el Señorío sería un jodido desierto ―sentenció el tío de Julián con una risotada, seguido por un coro de voces.

―No son ni doñas, ni señoras, todas putas, eso es lo que son.

―Rameras sin dueño ni señor. Como su tierra. Están fuera de la ley imperial.

―Nuestro señor duque debería poner orden.

―Nuestro señor duque es un putero como el calzonazos del emperador.

―Baila al son de su madre y de la puta de los elfos.

―¡Hablas de tu emperatriz! ―resonó una vocecita indignada.

―Huy, Pececito se ha enfadado.

―¡Te voy a…!

―¡Ya basta! Callaos todos. ¡Silencio! ¡Tú también Remos!

Todo el mundo obedeció a Julián, que se volvió hacia el barril.

―Jorge, hermano, jugar con peces está muy bien, pero que esas tierras están malditas es un hecho.

―Ninguna mujer nacida en el Señorío dará a luz un hombre del Señorío, ni las hijas de sus hijas hasta el fin de los días. Es la maldición ―dijo el Viejo del Muelle con voz solemne.

―Por eso ya no hay hombres en el Señorío, solo mujeres ―corroboró Julián.

―Y no nos necesitan, ya tienen sus golem ―reconoció Jorge con un suspiro―, lo sé.

―Sí, creados con brujería, nacidos de forma antinatural, sin padre, monstruos.

Jorge miró a Pececito, y sonrió apesadumbrado.

―Sabéis lo que pienso…

―¿Qué? ―Dijo Julián con los brazos cruzados sobre el pecho― Dínoslo, te escuchamos.

―Tenéis miedo, eso es todo.

―¿Y tú no...? ―Dijo Remos, recogiendo su cuchillo y señalando con él, Jorge lo miró con decisión en los ojos― ¿Entonces para qué quieres ir? ¿Para lo que van todos esos mercenarios sin ley, sucios buhoneros, romanceros sin oficio ni beneficio, puteros y vende-mantas, ¿Eso es lo que le vas a decir a tu mujer?

―¡Para dar de comer a mi familia, estúpido! ―Jorge perdió los estribos― ¿Y vosotros os llamáis hombres? Vais a poner en riesgo la vida de vuestras mujeres e hijas por escuchar cuentos y supercherías de romanceros ignorantes. ¡Esas mujeres se lavan el coño y mean en el arroyo igual que las vuestras! ¿Por eso les tenéis miedo? Deberíamos ir todos, y no estar aquí llorando y gimoteando como elfos maricas.

―Hey, a mí me pagan por cantar, no para ser insultado alegremente.

―Esto no va contigo, elfo ―gruñó el tío de Julián, dando un paso al frente.

―No, va con nosotros ―sentenció el propio Julián. Apartó a su tío a un lado y se dirigió a su hermano― ¿Nos estas llamando cobardes? Yo salgo a pescar cada día, yo me arriesgo…

―Hay guerras en el sur, pagan mal pero pagan ―lo cortó Jorge, clavando enérgico el arpón en la grava del suelo―, cada año la flota de Osablanca recluta marinos y pagan mejor. Ninguno de vosotros ha dado un paso fuera de la aldea, ni siquiera yo, hasta ahora… Pero ya no tengo dudas. No os estoy llamando cobardes, sois cobardes..., eso, o el hambre os ha enajenado.

―¿Nos llamas locos? ―exclamó el tío de Julián volviendo a la carga― ¿Por no acudir a la llamada de unas putas que nos están matando con sus brujerías, golem, sangres podridas, y demás espantos… Cuantos viejos tienen que morir para q…

―¡No me tires de la lengua! ―gritó Jorge, enrojeciendo de ira.

―¡Basta! ―rugió Julián alzando una mano señorial y miró a su hermano un largo momento.

―Muy bien ―dijo al fin―, si eso piensas yo ya no tengo nada más que decir.

―Yo tampoco.

Jorge arrancó su arpón del suelo de un manotazo y salió del almacén.

Sorteó las redes, ignorando los ojillos enterrados en arrugas de las abuelillas, que siguieron clavados en él mientras pasaba entre las chozas, de camino a la cuesta y a su casa. Dejo atrás la playa y subió entre las peñas. Ninguno de sus viejos amigos había asistido a la reunión. Quizá estaban aún en el mar, aunque lo más seguro es que no tuvieran ningún interés en la aventura. Los pescadores son supersticiosos, era lo que decía todo el mundo. No se detuvo al pasar junto a sus chozas, y pronto dejo de pensar en los hombres. ¿Qué le iba a decir a María? Era una hembra de armas tomar, siempre lo había sido. Podría estar de acuerdo en la parte de los dineros, pero… Decían que el Gran Ducado era el burdel más grande del mundo. Nunca la había puesto a prueba con algo así. "Ojala el hambre y la desesperación sean más fuertes", se repetía Jorge. Llevaba el pez de Remos en su bolsa, quizá eso la apaciguaría.

Llegó a lo alto del breve acantilado temiendo lo peor, y más al ver regresar por el sendero a sus dos chismosas vecinas, con los cantaros de agua vacíos sobre la cabeza. No le cabía duda de que ya la habrían informado convenientemente de lo que acababa de decidir delante del resto de hombres de la aldea. No podía volverse atrás. Seria duro, pero debía hacerlo.

Su choza tenía una humilde base de piedras apiladas, las paredes y el techo estaban hechos de ramas, cubiertas por una fina capa de yeso y grasa, para impermeabilizar. La puerta era de gruesos leños nudosos. Respiró hondo frente a ella, y la empujó con los dedos.

Al rato su mujer estaba llorando y se negaba a hablarle, y sus dos hijas lo miraban con ojos desconcertados a la par que acusadores. Jorge sabía que su expresión, allí parado, era la de un completo bobalicón. La esperaba, pero aquella era una situación incomprensible para él. Su señor padre le había enseñado a comportarse como un hombre. Yendo a cazar ballenas al Señorío hacia lo correcto. Los enanos barbados del gran norte capturaban ballenas con sus propias manos, y todos reconocían su bravura viril. Cazar era asunto de hombres, sin duda. Además lo hacía por el bien de su familia, para alimentar a sus mujeres. Pero sin embargo en aquella aldea nadie se comportaba normalmente. Los hombres se acobardaban, ocultándose tras chismorreos, y sus mujeres, en lugar de besarlo y animarlo, lo señalaban con el dedo.

María lo estaba haciendo en ese momento.

―Debes ir, debes ir… ―le dijo entre hipos y sollozos―, lo haces por las niñas, necesitamos comida y dineros, una barca más grande, debes ir… Te vas a ir.

―Entonces ¿por qué lloras…?

Preguntó Jorge abriendo los brazos, implorante.

―Nunca volverás, lo sé, lo sé.

―Pero, ¿por qué?

―¡Fatalidad! Esas furcias te embaucaran con sus malas artes, harán que te quedes, te harán trabajar, como hacen con sus golem… Te perderé, nunca volverás, nunca volverás…

En su regazo su mano izquierda luchaba con la derecha, retorciendo los dedos y la tela de la falda en un combate sin cuartel. Su dilema interior era toda una batalla campal, cuyo fragor crepitaba a su alrededor. Jorge temió que empezara a chillar en cualquier momento.

―Pero María, son mujeres normales. Mira, si hay brujas serán como los pequeños brujos de la torre, no hay nada que temer, no pueden ser más putas que las putas de Kainechester, y deje de pensar en ellas por ti. No tienes nada que temer, confía en mí, son mujeres como tu…

―¡No son como yo, no son mujeres normales! ―Como se temía María empezó a chillar y mesarse los cabellos, las niñas se encogieron asustadas, Jorge no sabía dónde meterse― Son brujas, antinaturales, una mujer de verdad vive con un hombre, y ellas viven, viven… ¡Ningún hombre vive en el Señorío! ¡Yacen unas con otras, son perversas, brujas, súcubos malignos, te embaucaran y no volverás!

Y rompió en desgarradores sollozos tapándose la cara con las manos.

―El Imperio se derrumba, las calamidades nos alcanzan, fatalidad, fatalidad.

―María, puedes confiar en mí, las cosas nos irán bien…

―No lo sé, no puedo, fatalidad.

―Por favor… Nunca te había visto así, ¿es que no confías en mí?

―¡No lo sé! ¡Son perversas! ―chilló María.

De pronto Jorge se enfureció. Iba a hacer lo correcto. Estaba harto.

―Pues sabes lo que te digo, que si no confías en mí, yo no puedo dormir en esta casa.

Dio media vuelta y salió de la choza.

―¿Dónde vas? ―preguntó María desconcertada.

―Me voy. Por lo visto a follar con señoriales brujas.

María lo vio desaparecer por la cuesta, pestañeando llorosa.

Se volvió hacia el fuego, y descubrió el arpón a sus pies, tirado en el suelo.

No pudo evitar esbozar una escueta sonrisa.

Respiró con cierto alivio y la angustia de hacia un instante pareció desvanecerse un tanto. Entonces descubrió a sus hijas asustadas y expectantes, acurrucadas sobre la paja del rincón.

―Niñas ―anunció―, vuestro padre se ha ido a dormir con su barca, necesita pensar…, y yo también…

―¿Pero va a volver?

―Mañana. No puede irse sin su herramienta. Pero luego me temo que va a pasar una muy larga temporada fuera…

―¿Muy larga?

―"Ni las hijas de sus hijas… hasta el fin de los días" ―recitó María, sentándose sobre la paja.

Entonces volvió a sonreír.

Aunque no sabía leer, desde donde estaba podía ver muy bien, grabadas a fuego sobre el mango del arpón, las letras que juntas formaban su nombre. M A R Í A.


Continuara


GNL, Nov 2013